VACACIONES ESPORÁDICAS


Últimamente Luisa se despertaba cansada y se quedaba dormida en cualquier lugar. Se había acostumbrado hasta tal punto al trabajo, a los niños, a los atascos de cada mañana, a las discusiones con Andrés y hasta a los pesados de sus vecinos, que ni siquiera había reparado en lo nocivo que todo eso podía resultar para su salud.

Proponerle unas vacaciones esporádicas fue como activar su necesidad de ver, sentir, oír y oler lo que en su mente ella había catalogado como prohibido o proscrito. Explicarle el verdadero significado de "esporádico" le provocó casi el mismo dolor desgarrador y paralizante de una ruptura amorosa. Cosa que jamás entenderé. Pero Luisa es así. Siempre llevando sus emociones a los extremos.

Una vez superadas la euforia preliminar y la desilusión ulterior, tuvimos que afrontar que, a esas alturas, el único sitio que encontrásemos para desconectar y relajarnos fuese... Gandía: esa playa vampírica que, por el día es propiedad de las familias madrileñas y por las noches se transforma en el dominio de las fiestas y el desenfreno. Justo lo que necesitábamos. Pero no pasaba nada porque... ¡nos íbamos a la playa!

Nuestro viaje, o mejor dicho nuestra odisea, comenzó exactamente el viernes a las cinco y veinticinco de la tarde cuando, a punto de incorporarme a una rotonda, un coche nos embistió por detrás. Luisa, que es de las que tiende a molestarse cuando alguien le dice algo y si al cabo de poco rato otro alguien le dice otro algo, se molesta aun más, comenzó a alterarse hablándome en un tono mezcla de "¡¿Estás sorda?!" y "¡Escucha fuertemente!", así que yo, respirando profundamente por las dos, me coloqué mi discreto chalequito amarillo fosforito, salí a sopesar los daños y le cerré la puerta del coche.

Desperfectos de mi vehículo: cero patatero. Perjuicios para mis oídos: mil.

De un Mini muy mono salió un señor cuyas dimensiones eran inversamente proporcionales al tamaño de su auto y sus cuerdas vocales igual de finas y cortas que su cerebro.

En ese momento, agradecí llevar puesta la mascarilla, porque sus intentos por increparme con perlitas sin sentido del tipo: "¡Es que has frenado de golpe!" o "¡Mujer tenías que ser!", unidas a su estridente voz de pito, provocaron en mí un efecto contrario a lo que, con toda seguridad, pretendía mi interlocutor. Un aluvión incontrolable de carcajadas salió despedido de mi garganta. Resultado: las que tuvimos que salir corriendo fuimos nosotras. Pero no pasaba nada porque... ¡nos íbamos a la playa!

A pesar de que habíamos perdido ya un preciosísimo tiempo, reanudamos nuestro rumbo a la desconexión y, por culpa de un accidente que, por fortuna no tuvo heridos, conseguimos llegar a la playa más cercana a Madrid en tiempo récord: seis horas menos cinco minutos. Viernes perdido. Pero no pasaba nada. Aun nos quedaba un largo fin de semana por delante.

El sábado fue fenomenal. "Fenomenal, fenomenal". Luisa disfrutó al máximo de las olas que la zarandearon de un lado para otro sin que fuese capaz de mantener una posición digna dentro del agua más de diez segundos seguidos; gozó de los paseos por la playa esquivando a las ochocientas cincuenta y cuatro mil personas; aprovechó el sol; utilizó el sol y se sirvió del sol porque se nos olvidó la sombrilla en Alcalá de Henares (cosa imperdonable si vas a Gandía). Pero no pasaba nada porque estábamos en la playa. Luisa disfrutando con su regalo y yo complacida por haberlo generado.

Y todavía nos quedaba el domingo.

En Gandía los veranos son calientes, bochornosos y despejados y la probabilidad mínima de un día mojado es del tres por ciento. Y claro, la lotería no nos tocará, pero ese tres por ciento... Según las previsiones seguiría lloviendo durante todo el día, así que ¿qué podíamos hacer? ¿Quedarnos encerradas en la habitación? Yo quería que Luisa se relajase, no que volviese a sentir cómo su mente se aceleraba y, peor aún, la dificultad para parar sus pensamientos.

Meter de nuevo las cuatro cosas que habíamos llevado en la bandolera, porque ni siquiera nos dio para una mini-mochila y volver a casa fue la opción más acertada. Si no hubiese sido porque al llegar a Alcalá nos enteramos de que las lluvias habían cesado y el sol volvía a recuperar su habitual protagonismo.

Puede que yo sea gafe, o que cante más de la cuenta... Lo que está claro es que hay mucha gente que nace con estrella, pero los pocos elegidos que nacemos estrellados... nos estrellaremos siempre. Lo importante es que, a pesar de todo, Luisa quiere seguir estrellándose conmigo.


Y ya sabes, sea el día que sea, pasa un feliz fin de semana.


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